EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE A LA INFANCIA

“Por doquiera busqué la paz, sin hallarla más que en un rincón y con un libro". Tomás de Kempis

Cuando llegó el gran día, la madre lucía un moño alto para la ocasión, el padre un traje acompasado a la moda de una época sin miedo a los colores, los niños vestidos como uno se deja vestir a cierta edad, el coche verde encerado, el coche que entonces era más que un coche, que era un símbolo.

Pasó el día demasiado rápido. Los mayores comieron y bailaron. Los niños jugaban en un patio manchando los trajes blancos, repisándolos, suspirando por unas inútiles pelotas de goma sujetas por una goma que vendía la señora que cuidaba los lavabos. 

Al día siguiente, de vuelta al mundo real, la madre del viajero infantil recogió todos los regalos del día blanco, bolígrafos blancos para no escribir, libros forrados de nácar para no ser leídos … los guardó en una bolsa y fue con los niños a la papelería del barrio de donde seguramente provenía todo. Y allí, ante la sorpresa de un viajero infantil que veía todo aquello como un primer tesoro, lo cambió todo por un único libro, el libro que contenía todo lo que no había entendido el día anterior. Era muy grueso, una edición rústica, de papel muy fino, lo colocó en las manos del niño viajero y le dijo ¡ahora te lo lees!.

Ahora sólo el pelo es blanco. Un viajero anciano mira el libro que es el corazón de su biblioteca, a la derecha de otro libro que escribió el hombre que enseño a una madre a amar la lectura. 

Todo se aprende, todo se transmite. La madre aprendió a disfrutar leyendo de manos de su padre y la madre enseño a sus hijos el amor a la lectura. 

En el centro justo, horizontal y vertical, de la biblioteca de un viajero viejo hay un libro desgastado que ha enseñado a varias generaciones que los libros no son de nácar, de adorno para no ser leídos, que los libros hay que sentirlos y que si los sientes estás vivo.